A cinco años de la Pandemia por el COVID-19: Rossana Chahla en primera persona

Se cumplen cinco años del comienzo del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) para prevenir los contagios de Covid-19 en Argentina. La intendente de San Miguel de Tucumán analizó en el diario La Gaceta el momento dramático de la humanidad y las decisiones que debió tomar como Ministra de Salud de la provincia.

Sociedad20 de marzo de 2025Bajo la Lupa NoticiasBajo la Lupa Noticias

Cinco años. Cinco años pasaron desde que el mundo que conocíamos se detuvo, y en mi memoria cada instante sigue tan vivo como aquella primera mañana en que vi mi chaqueta blanca colgada, contrastando con la pared, recordándome el camino que estaba por comenzar. Un camino que no solo me exigió como médica, sino como ministra, esposa y mamá, enfrentando miedos y desafíos que jamás hubiera imaginado.

Hoy, al cumplirse el quinto aniversario desde aquel día en que debí confirmar el primer caso positivo en Tucumán, mi corazón se detiene un instante para reflexionar sobre cada paso, cada vivencia que me forjó con herramientas humanas tan poderosas como el compromiso, la templanza, la determinación y la gratitud.

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Compromiso

Desde el primer momento, aquel 31 de diciembre de 2019 en que la OMS alertó sobre casos de neumonía en Wuhan, mi decisión como el ministra de Salud de Tucumán fue clara: debíamos actuar.

Creamos un plan de contingencia con un equipo multidisciplinario para fortalecer la vigilancia epidemiológica. Aunque la llegada del virus a nuestra provincia era incierta, activamos cinco ejes de trabajo que fueron la base de nuestra estrategia preventiva: vigilancia epidemiológica, fortalecimiento del sector, innovación en prevención, comunicación de riesgo y abordaje multisectorial. Atravesamos encuentros y desencuentros, pero logramos consolidar un equipo profesional y emocionalmente fuerte, mi gran soporte ante la incertidumbre y la angustia de la gente.

Comenzamos pocos y terminamos siendo un ejército de contención, con el apoyo de todas las áreas de gobierno: organizaciones de la sociedad civil, seguridad, docentes... nadie faltó. Fue la primera vez que vivimos semejante unidad, colaboración y solidaridad. Hoy lo recuerdo con profunda emoción; nunca me sentí sola. El miedo a lo desconocido nos unió.

Mientras Europa sufría las consecuencias del virus, aceleramos la preparación de nuestro sistema público.
Nos convertimos en “magos”. Construimos hospitales de campaña, fabricamos barbijos y ropa de protección, armamos equipos para controles fronterizos, adaptamos hoteles, clubes y escuelas para recibir a quienes llegaban de otras partes. Capacitamos a personal de diversas áreas para realizar hisopados y detectar síntomas. También preparamos ambulancias para cubrir los traslados que hicieran falta.

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Sabíamos que estábamos listos para dar la batalla, pero la incertidumbre siempre nos acechó. Estábamos enfrentando un virus del que se sabía muy poco y éramos concientes de la necesidad de habilitar todas las condiciones posibles para mitigar riesgos y contagios, tanto en el personal de salud como entre los ciudadanos.
Y entonces llegó el confinamiento, aquel 19 de marzo de 2020, las calles quedaron desiertas. La tristeza se podía sentir. Recuerdo la sensación de una ciudad sitiada, despojada de vida. Pensaba en mi madre, sabiendo que los mayores eran los más vulnerables. El miedo por mi familia me estremecía el alma.

Por cosas del destino la orden de confinamiento coincidió con la certeza del primer caso genuino en Tucumán... Esa fue la noticia más impactante.

Poco después del mediodía me llamó Dardo Costas, a cargo de vigilancia laboratorial. Sus palabras todavía resuenan con un peso infinito en mi cabeza. Supe entonces que la pandemia ya estaba entre nosotros. No había posibilidad de marcha atrás.

Puedo detallar con minúscula precisión algunos pasajes de ese día. Sentíamos desazón. Vi la compasión y la resignación en la cara de todas las personas que me acompañaban. También vi su compromiso y espíritu de lucha. Estábamos ahí y sabíamos con solo mirarnos que íbamos a trabajar con entrega y dedicación, espalda con espalda hasta el final.

El virus se propagaba a pesar de nuestros esfuerzos por contener cada brote. Pero nos reconfortaba saber que siempre tuvimos camas, respiradores, materiales e insumos suficientes. Ningún tucumano se quedó sin asistencia, sin la posibilidad de ser atendido con la más alta tecnología disponible.

Nuestras jornadas eran interminables. Implementamos la atención virtual, habilitamos la línea 0800 con múltiples operadores, instalamos clínicas móviles de testeo, creamos programas de seguridad para el personal de salud, enviamos equipos a domicilio para detectar casos febriles... Miles de acciones para disminuir riesgos.

A pesar del tiempo transcurrido, hay momentos que puedo ver con mucha claridad y me dejaron enseñanzas para el resto de mi vida. Recuerdo a un hombre jubilado que ofreció su sueldo para comprar insumos, a la maestra que donó sus delantales, a las empresas que nos proveían de agua y alcohol en gel. De alguna manera, todos querían y se hicieron presentes para colaborar.

Puedo decir con satisfacción que nunca faltó ropa ni material de protección para nuestro personal. También implementamos programas de contención y protección de la salud mental y emocional. Personalmente, muchas veces sentí fiebre y dolores, temiendo portar el virus, pero los hisopados siempre fueron negativos.

Con el covid entre nosotros el ritmo de trabajo se intensificó. Los días se volvieron interminables y muchas veces creí que iba a tocar fondo. Justo ahí aprendí lo importante que es mantener la templanza.

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Templanza

¡Qué difícil fue abrazar esa virtud en medio del caos! Sostener la calma y actuar con aplomo, sin bajar la guardia, fue una de las lecciones más duras.

¿Cómo dirigir el destino de la salud de toda una provincia y no sucumbir a la desesperación cuando la incertidumbre era una sombra constante?

El covid no daba respiro, todo era prueba y error. Lo que daba vida a algunos, a otros no le resultaba, y eso hacía crecer aún más angustia.

Mis días se volvieron demoledores, y la serenidad necesaria para tomar decisiones cruciales en los peores momentos parecía una quimera. El agobio, incluso antes del primer caso confirmado, ya era palpable. Pero la vocación, esa llama que arde desde mis 18 años, me impulsó a buscar la justicia en la distribución de recursos, a acompañar a cada director de hospital, a los médicos de terapia intensiva, a cada enfermera y enfermero que dejaban el alma en cada jornada.

Vi con claridad que la templanza era necesaria para tomar decisiones con precisión, comunicar con orden, y algo fundamental, volver a casa y seguir siendo mamá en medio de una realidad que nos consumía.

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Recuerdo una noche que llegué devastada. Sentía que el cansancio me estaba ganando la batalla. Mi hijo más chico me estaba esperando. Tuve la necesidad de explicarle cómo me sentía para que entendiera por qué mi tristeza, mis enojos, mi frustración. Fue ahí, en esa charla con él, donde encontré la contención y las respuestas que necesitaba para juntar fuerzas y seguir: “mamá, Dios le da las peores batallas a sus mejores guerreros. Estás en el lugar justo que tenés que estar”.

En charlas así, como la que tuve con mi hijo, fui encontrando la fortaleza para afrontar el dolor del sufrimiento cotidiano. Los médicos estamos formados para asistir y aliviar el dolor y el padecimiento. A veces, esa fortaleza para mirar hacia adelante con esperanza se daba en el lenguaje y movimiento de los cuerpos: un parpadeo rápido que nos indicaba celeridad, el pesar en el abrir y cerrar de ojos detrás de los barbijos, un saludo de puño cargado de motivación, un apretón de brazos que se podían sentir pero no se podían ver, tapados de la protección necesaria para garantizar los cuidados indicados para sobrevivir.

También encontré templanza en los pacientes. Vi cómo cada uno se entregaba a vivir y atravesar la enfermedad con resignación pero también con ímpetu de lucha.

Vi en la misma sala muchas historias sucederse en un mismo instante. Vi gente sonreír cuando apenas le quedaba energía para poder respirar y vi gente renegar aún cuando se estaba por ir de alta. A todos, absolutamente todos, vi que les estábamos dando la oportunidad de estar cuidados y atendidos, toda una proeza frente a un virus que nos obligaba a aislarnos sin tener posibilidad de contacto real.

Fue de nuestros pacientes que aprendí lo importante de tener tranquilidad. Dicen que la tranquilidad es la mitad del remedio y la paciencia es el camino de la cura.

Como profesional de la salud entendí que mi rol también era transmitir calma. A mis colegas, a los pacientes y también a los familiares, con quienes la mayoría de los veces debíamos comunicarnos vía WhatsApp.

Determinación

Transitar este camino ha calado hondo en mi identidad. Ya no soy la misma Rossana. Todo lo que aprendí antes de esta enfermedad, todo lo que transité, las herramientas que generé, se han potenciado y me han permitido llegar a cada uno de los tucumanos con la certeza de ser un instrumento para que todos puedan vivir mejor.
Vivir el covid liderando el Ministerio de Salud implicó en mí la obligación de autoexigirme y dar incluso lo que no tenía conciencia que podía ofrecer. Me puso en eje con las cosas importantes y sentí el deber de devolver a mi patria con vocación lo que la universidad y mi experiencia de vida me habían dado.

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Me autoimpuse trabajar por objetivos claros con resultados concretos y medibles en el tiempo. También me propuse trabajar a la par de cada uno de los técnicos, operarios y profesionales que sin descanso trabajaron para asistir a cada rincón de Tucumán. Estudié, me asesoré, caminé el territorio. Conocí gente invaluable en el camino. Los sumé a nuestros equipos.

Tuve la difícil tarea de tomar decisiones profundas en márgenes de tiempo en los que no había un segundo de sobra para volver a reflexionar. Dudar podía costar vidas. Entonces actué con la convicción de que una decisión a tiempo era el motor para encender buenos resultados.

Contagié a mis equipos del espíritu de la celeridad y trabajamos traccionando esfuerzos. Vi a médicos pasar a ser pacientes y a pacientes despedirse aplaudidos por sus propios médicos. Lloré. Mucho. Me angustié. Y también sonreí. Entendí que los seres humanos somos menos frágiles y vulnerables cuando nos sostenemos y ayudamos unos con otros. Lidié con mis propios demonios y preocupaciones. Decidí no ver a mi mamá por miedo a contagiarla. Busqué apoyo.

En algunos momentos me cuestioné más de una decisión. Dudé y también confié. Festejé altas que nadie pasó por la TV y lamenté pérdidas que seguiré llorando con pesar. Pensé más en Dios. Recé. Y me descubrí resolviendo cosas que jamás me hubiera imaginado.

Recordé mucho a mi padre y algunas veces me pregunté a mi misma qué hubiera hecho en mi lugar. Me acordé de lecciones que me daba cuando era chica y me propuse ser más justa, más solidaria y escuchar más para comprender.

Es cierto que esta enfermedad nos quitó mucho, pero no puedo quedarme con eso. También nos devolvió, nos hizo volver sobre nuestros pasos, y sacar a la luz lo mejor que cada uno tenía para dar. Volvimos a mirar primero al otro, y renunciamos a nuestros propios egos. Siento que ahora somos mejores. Sabemos todo lo que podemos ser y dar.

Gratitud

Desde que asumí mi rol como ministra tuve claro que nuestra gestión debía centrarse en la gente, en sus necesidades, tal como lo hice cuando fui directora de la Maternidad. Sentía profundamente que mi papel era ser un instrumento para ayudar a otros. Esa fue mi vocación toda la vida: trabajar con pasión por el bienestar de las personas, acompañar a las mujeres en momentos trascendentales, compartir sus alegrías y sus dolores.

Cada noche, al borde de mi cama, aunque fueran pocos los minutos de descanso, me permitía agradecer. Agradecía estar sana, viva, disponible para quienes me necesitaban. Y fundamentalmente, agradecía no estar sola.

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Trabajamos sin descanso para salvar vidas. Formamos un equipo inmenso, y mi cercanía con cada uno de ellos creció de manera exponencial. Recuerdo a Virginia, una de las médicas al frente de la UTI con más camas de la provincia, tomando decisiones desgarradoras en la trinchera. Su compromiso, como el de tantas mujeres fuertes que encontré a lo largo y ancho de Tucumán, me dio la fuerza para seguir. También hombres valiosísimos, médicos y enfermeros que se pararon firmes, incluso arriesgando sus propias vidas.

La campaña de vacunación fue un momento de inmensa gratitud. Sentíamos que comenzaba una nueva etapa, donde la vida se resguardaría. Desperté ese día sabiendo que estábamos haciendo historia, después de meses extenuantes.

Vacunar a nuestro personal de salud era esencial para dar garantías a la población. Vacunando, nos llenamos de esperanza. Sabíamos que mientras más vacunas poníamos, más cerca estábamos de que el virus se desvanezca. Renovamos energías y trabajamos sin descanso para recibir las dosis y organizar la vacunación en toda la provincia.

Recuerdo cuando alcanzamos el millón de vacunas aplicadas. Nos abrazamos llorando. Sentíamos que nuestros mayores, nuestro personal, los más vulnerables, tendrían la posibilidad de enfrentar el virus con menor riesgo. Percibíamos que estábamos cerca de quitarnos los barbijos, de abrazarnos, de reunirnos, de volver al trabajo, de reconstruirnos, de volver a empezar.

Cinco años han pasado. La peor pandemia del siglo dejó huellas imborrables. Mantengo en mi memoria cada minuto vivido, cada rostro de dolor, cada paciente dado de alta, cada expresión de preocupación de mi equipo y cada gesto de agradecimiento y alivio. Sentía el peso de una inmensa responsabilidad, sabiendo que cada tucumano esperaba mis noticias día a día.

Hoy, con la distancia del tiempo, siento la satisfacción de que, junto a mi equipo, nunca dejamos de dar respuesta con el máximo nivel de compromiso. Nosotros no nos fuimos, estuvimos desde el primer minuto hasta el último, sin descanso y sin desfallecer. Y aunque recuerdo conmovida los rostros de mi familia y de las familias de mis compañeros, quienes temían por nuestras vidas, también atesoro la fortaleza que encontramos juntos para superar esta prueba que marcó nuestras vidas para siempre.

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Siento una inmensa gratitud para con cada uno de los tucumanos que desde su lugar cooperó y dio su aporte para salvar la mayor cantidad de vidas posibles.

Agradezco también tener la oportunidad de expresar estas palabras y aportar, con el relato de mi experiencia en primera persona, a la historia y a la identidad de toda nuestra comunidad. Dijo Eduardo Galeano una vez: “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. El covid nos ha obligado a eso: como humanidad, hoy somos y hacemos un Tucumán mejor.

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